Cristo Rey (B) – 2012
November 26, 2012
Hoy es el último domingo después del tiempo de Pentecostés con el cual se cierra el año cristiano o año litúrgico. El próximo domingo, primero de la estación de Adviento, se inicia el nuevo año litúrgico. Este último domingo, la Iglesia lo dedica al reinado de Cristo o fiesta de Cristo.
Esta fiesta apareció en un contexto histórico y social determinado, con la pretensión de que los Estados reconocieran pública y oficialmente a Cristo Rey. Las implicaciones sociales y políticas de esta fiesta han sido evidentes. El mundo posee su autonomía propia, no pertenece a la Iglesia. Sólo desde la fe podemos afirmar que Jesucristo es Señor del mundo y de los seres humanos.
Esta fiesta nos obliga a dar un vistazo de revisión a nuestra concepción cristiana de la Iglesia, y en concreto, las relaciones de la Iglesia con el Estado. La Iglesia debe ser siempre libre e independiente de todo poder civil, y no debe obedecer a los injustos dictámenes de ningún Estado. Su misión incide en las realidades temporales, aunque bajo el ángulo de lo que es específico del Evangelio de Jesucristo, ya que el ejercicio del profetismo es esencial a la tarea pastoral que corresponde a la Iglesia.
La realeza de Cristo no se visibiliza en la Iglesia por sus poderes o esplendor, sino por la justicia, el servicio y el ejercicio del amor fraterno: la caridad. El reino de Dios, proclamado por Cristo en el texto que leímos del Evangelio de Juan, no es de este mundo, o sea no está regido por las leyes de nuestro pobre mundo empecatado que sólo manifiesta la ambición humana, la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero. Por eso la Iglesia no debe jamás aliarse ni identificarse con ningún poder de este mundo, ni mucho menos, ofrecerse como alternativa ideal del poder civil. Jesús dijo claramente en qué consistía su reino cuando le dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera tendría gente a mi servicio que pelearía para que yo no fuera entregado a los Judíos. Pero mi reino no es de aquí” (Juan 18:36).
Jesucristo es el centro y el núcleo del reino de Dios. Lo es porque triunfa del pecado y de la muerte en el momento supremo del abandono y de la entrega. Jesucristo nos habla de un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Nosotros, como sus seguidores, somos parte de ese reino en la medida que manifestemos sus cualidades esenciales: verdad, vida, santidad, gracia, justicia, amor y paz.
La visión del profeta Daniel y de Juan en el Apocalipsis confirma el reinado universal de Cristo que jamás será destruido y restaurará lo que el reino del mal había dañado. Cristo Rey es la esperanza de un mundo nuevo donde el dolor y la muerte desaparecerán. Dice el profeta Daniel: “Vi que venía entre las nubes alguien parecido a un hijo de hombre, el cual fue a donde estaba el Anciano; y le hicieron acercarse a él. Y le fue dado el poder, la gloria y el reino, y gente de todas las naciones y lenguas le servían. Su poder será siempre el mismo, y su reino jamás será destruido” (Daniel 7:13b-14).
Es la figura de Cristo Rey que restaurará todas las cosas dándole el verdadero sentido. Por eso hablamos de un reino eterno que estará fundamentado en la verdad. La mentira y la difamación serán destruidas lo que garantizará la calidad de la vida humana que surgirá de las relaciones sanas entre los seres humanos. Será un reino de santidad porque se cultivará la auténtica vida espiritual que evitará que la maldad se prolifere en la vida de los seres humanos: desaparecerán las guerras, la violencia, los atracos, las violaciones porque la gracia de Dios nos guiará por senderos de amor y de paz. Cristo rey es la esperanza de nuestro mundo.
La visión de Juan es muy parecida a la del profeta Daniel y también es esperanzadora: “¡Cristo viene en las nubes! Todos lo verán, incluso los que lo traspasaron; y todos los pueblos del mundo harán duelo por él. Sí, amén. Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor, el Dios Todopoderoso, el que es, el que era y ha de venir” (Apocalipsis 1:7-8).
El reinado de Cristo es un reinado espiritual. Si los seres humanos seguimos cultivando el poder basado en la injusticia, la codicia y la explotación estaremos lejos del reinado de Cristo. Es misión de nosotros los seguidores de Cristo que nos encargó ir por todo el mundo a predicar la Buena Noticia del reino y bautizando a todos los seres humanos en el nombre de la Santísima Trinidad para provocar ese cambio, esa transformación necesaria para que la conducta de todo el mundo se rija por los principios cristianos de una vida espiritual conectada con el Todopoderoso.
Este reinado no necesita un ejército con armamentos sofisticados ni arcabuces ni tanques de guerra. El soldado de Cristo debe estar protegido con la armadura de la fe, el casco de la sabiduría de Dios y la fuerza del amor para que esta transformación se verifique. Nuestras Iglesias deben cultivar el evangelismo explosivo en el crecimiento de la vida espiritual. Tenemos herramientas poderosas en nuestras manos para que esa realidad llegue a nuestra sociedad: la oración, la fe, la meditación, el amor fraterno… Jesucristo, como Rey, se proclamó el camino, la verdad y la vida. Sin él nada podemos hacer.
La estación de Adviento, que empieza el próximo domingo, es la mejor oportunidad para cultivar en profundidad esa vida espiritual que garantizará el triunfo del reinado de Cristo en la santidad, la vida, la justicia, el amor y la paz. Aprovechemos esta semana para preparar nuestro ser a esa experiencia del desierto espiritual, llenarnos de Dios y reflejar en nuestro comportamiento cuán bella es la vida cuando vivimos como hermanos y hermanas. Estamos sellados con la sangre del Cordero para experimentar el gozo pleno que nos proporciona la vida en Dios.
La fiesta de Cristo Rey es un reto a todos los cristianos y cristianas para establecer las normas de una vida en paz consigo mismo, con Dios y con el prójimo. No dejemos pasar esta fiesta como simples espectadores de una liturgia solemne, sino como la celebración de la vida misma y que podamos decir como san Pablo ya no soy yo quien vive en mí, sino Cristo y todo lo puedo en aquel que me conforta.
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